La fría ironía de Robert Ferrer Martorell

Gianfranco Spada
He tenido la oportunidad de conocer la obra de Robert Ferrer recientemente a raíz de una exposición monográfica que ofreció el Museo Salvador Victoria el pasado mes de septiembre.
En la muestra se presentaba una única obra, una especie de gran friso de 170x467x40cm. titulada en valenciano “Porta oberta a l’invisible” y una serie de bocetos, dibujos y maquetas, como parte del proceso creativo de ésta.
La primera impresión que me ha dejado el trabajo de Ferrer es la de una búsqueda escultórica basada en la precisión y la coherencia de sus postulados y la de una enorme y grave seriedad.
Ferrer toma prestado del mundo impoluto de la carrocería automovilística, materiales y acabados que conjuga con una visión espacial muy personal y que eleva a obra de arte. A pesar de conseguir unos acabados de tipo mecanizado, en su trabajo no he percibido un guiño al mundo de las máquinas y de la producción industrial. Tengo más bien la sensación que sus piezas, que pueden parecer salidas de una cadena de montaje robotizada, revindican todo lo contrario. El suyo es un trabajo totalmente manual que de alguna manera puede representar la resistencia de lo humano frente a las máquinas. Hay algo en su trabajo, que no consigo precisar, que me recuerda tanto a las superficies de Anzo como a las maquinas de Sempere. Quizás sin querer y por una simple razón de origen, (Ferrer es valenciano como Anzo y Sempere) he intentado buscar afinidades pescando en el repertorio del arte valenciano y he dado con algunos indicios que a lo mejor no son más que esto.
La precisión técnica y formal que Ferrer despliega en sus trabajos sólo forma parte de un discurso más complejo. Es evidente que el precisionismo, aunque muy caracterizante en la expresión plástica del artista, no es más que una de las herramientas que Ferrer emplea en su coherente manifiesto escultórico.
A nivel plástico, la pieza clave de la exposición, se presenta como una obra bidimensional con vocación tridimensional. El aparato escultórico emerge, como sugerido, del plano del soporte del que no se aleja. Al tratarse de unos cortes en el plano, los pliegues se levantan para dejar entrever más allá, una invitación a no quedarse en la superficie de las cosas. Estos cortes que Ferrer aplica milimétricamente, con una perfección quirúrgica, nada tienen en común con los cortes que aplicaba Fontana a sus telas. Aquí el artista no reniega en absoluto ni del soporte ni del plano, más bien todo lo contrario.
Los únicos elementos que pueden parecer discordantes son unas varillas móviles colgadas puntualmente en primer plano, delante del conjunto. Estas varillas introducen un factor de indeterminación aparentemente ajeno a la lógica predeterminada del conjunto.
En los bocetos pude ver como ésta varillas, numerosas en la concepción inicial, han ido reduciéndose en número sin desaparecer totalmente en la versión final.
Aquel recurso escultórico no remitía en absoluto a los móviles de Duchamp, Calder o las “Useless Machine” de Bruno Munari. En este caso esta estimulación visual relacionada con el movimiento es más bien anecdótica y no se refiere al dominio del arte cinético. Es por aquí que intentaba yo entrever, erróneamente, una conexión con la obra de Sempere, pero lo que realmente remite a Sempere es la precisión obsesiva en el planteamiento y la ejecución del trabajo manual.
La aparente incoherencia que pueden representar unos elementos móviles y su configurarse aleatorio, en un conjunto planteado de forma tan exacta y precisa, nos ofrece una vía de escape del rigor formal del conjunto, un guiño lúdico que nos reconecta con lo humano y que probablemente nos dice algo más sobre el espíritu de su creador que a pesar de mostrarse con su obra, frío y racional, no deja de manifestar, aunque tímidamente, su lado más irónico.